domingo, 16 de mayo de 2010

EL "INSTITUTO-ESCUELA" EN MIS RECUERDOS

Por Juan Rafael Pacheco (Johnny)
juanrpacheco56@alumni.nd.edu


En septiembre de 1942 tenía yo cinco años. Desde tres años antes había sido alumno del Colegio Quisqueya, en la calle 19 de Marzo, ya en aquel momento un viejo caserón que luego ocuparía el Listín Diario. De esa época guardo recuerdos imperecederos, que en algún momento compartiré con mis lectores.

Iba a entrar al Primer Curso de Primaria, y el Quisqueya de ahí en adelante era sólo para niñas. Fue así como Papá y Mamá decidieron llevarme a una nueva escuela que se estaba iniciando en la calle Crucero Ahrens, cerca del Parque Ramfis, ahora Eugenio María de Hostos. Se trataba del Instituto-Escuela.

Hasta hace relativamente poco tiempo, la casa que albergó el Instituto estaba ahí todavía. Recuerdo sus muros, construidos en esos bloques que hacían en la Fábrica de Mosaicos Tavares, con la superficie corrugada, creando un efecto muy agradable. Estaba pintada de gris. Creo que el techo era de zinc pintado de rojo.

Los niñitos entrábamos a pie por la puerta vehicular, directamente al fondo de la casa, donde había una amplia enramada que servía de aula para los de Primer Curso, toda abierta, con sus pequeños pupitres pintados de distintos colores muy alegres. Disfrutábamos de una brisa muy fresca todo el tiempo, y había mucha algarabía, mucho alboroto. Así recuerdo esos primeros días. Muchas palmeras, matas de cayenas siempre florecidas, helechos, mucho verde. Tiestos también, con matas muy bonitas. Hacia el fondo, allá a la izquierda, los cuartos de baño. Es posible que en el patio también hubiera una mata de limoncillos. Más allá, bien al fondo, el Mar Caribe.

Nuestra maestra era doña Meca, la señora América de Betances, a quien quise entrañablemente. Y de mis primeros amiguitos, Bernardo Enrique Pichardo Ricart, "Ique", una amistad que nos duró toda la vida. De ese inicio, una imagen que por algún motivo se me ha quedado por siempre grabada, ha sido la de la llegada cada mañana del chofer de Ique a llevarle su merienda, la cual incluía un jugo que para mi era totalmente exótico y desconocido por lo poco usual, el jugo de tomate, el cual le traían en una de esas pequeñas jarras de vidrio que luego se utilizaron mucho para poner azúcar.

Y recuerdo también el día en que Ique quedó en recogerme en casa para ir a pasear a algún sitio, y me dejó esperando, me hizo "plancha". ¡En ese momento, a los cinco añitos, cuánto me dolió eso! Sin embargo, nunca se lo tomé en cuenta, y años después bromeamos más de una vez recordando aquel "grave" incidente.

La Directora del Instituto, alguien para mi igualmente inolvidable: Doña Guillermina Medrano de Supervía. Mujer de cabello muy negro, tez con ligero tinte oliva, nariz aguileña, ojos vivaces, manos hermosas muy bien arregladas, impecablemente vestida de blusa mangas largas y falda, a veces con chaqueta, tacos altos, y un hermoso --y en ese momento extraño para mi--, acento español. Abierta, cariñosa, acogedora, recta y correcta. Una mujer extraordinaria.

A Doña Guillermina no la recuerdo en el aula, aunque sí visible y accesible en todo momento. Mis otros maestros, el Sr. Cuesta -Alfredo de la Cuesta--, su esposa doña Estela, el Sr. Alfredo Matilla, el Sr. Pingarrón y otros más. Digno de mención especial, nuestro maestro de pintura, José Vela Zanetti. Y entre todos, en un lugar especialísimo para mi, don Emilio Aparicio, mi querido Sr. Aparicio, y su esposa, mi muy querida doña Antonia Blanco Montes, todos ellos llegados al país en aquella oleada de intelectuales españoles republicanos que escapaban del régimen de Franco al concluir la Guerra Civil.

Tengo la impresión de que ya para el Segundo Curso nos habíamos mudado a La Primavera, en Gazcue, al edificio que todos llamábamos "la gatera", supuestamente -según decíamos-construido sobre los restos de lo que fuera la gatera del Hipódromo La Primavera. En mayo de 1944 empecé a tomar clases particulares con don Emilio Aparicio , "de 2 a 3" de la tarde, según anoté en el cuaderno que aún conservo.

¡Qué época aquella! Las clases que me impartía don Emilio, a mí, un niño de apenas siete años, son admirables. El Sr. Aparicio lo que me enseñaba era cultura literaria, composición, ortografía, vocabulario, dicción, declamación. En el cuaderno, salpicado con numerosísimas anotaciones hechas por don Emilio indicándome tareas o ejercicios a realizar, lo primero que me dicta es la "Plegaria", de Carmen Natalia. Luego, el "Epitalamio Aldeaniego", de Tirso de Molina, seguido por una breve biografía, y así con cada autor que estudiábamos. Poemas de Rafael de Alberti, Luis Cernuda, Juan Bautista Lamarche, Arsenio Esguerra ("Partir... decirse adiós... y en un abrazo los suspiros las lágrimas mezclar..."); ejercicios de escribir consonantes, asonantes, completar poesías, ¡escribir poesías!, completar párrafos completos intercalando la justa palabra que le diera sentido, o sustituyendo una descripción por la palabra correspondiente (i.e. como "comienzo" de la novela, había una dedicatoria/como "prefacio" de la novela, había una dedicatoria; Berlín, después de atacada, quedó "sin un edificio en pie"/Berlín, después de atacada, quedó "desmantelada"). ¡Siete años!

Los ejercicios de vocalización, admirables. Repetir en voz alta:

Al, el, il, ol, ul,

Aieil, eieil, iaieil, oaoel, ueueil,

Alil, olel, eael, uail, ioaeil,

Ar, er, ir, or, ur,

Air, aer, aor, aur,

Arir, areivir, orear, uar, ieoraer...

Sin embargo, el Sr. Aparicio nunca hizo porque yo adquiriera la pronunciación española de la ce, la zeta, o la de al final de las palabras. Y junto con doña Antonia, más de una vez, a la Radiodifusora HIZ, tomando parte en sus programas culturales y minidramas.

El uniforme de gala era todo blanco. Las niñas, trajecito con mangas cortas, y los varones, pantalón blanco y chaqueta mangas largas bien almidonados, y ambos, niños y niñas, con un gran lazo azul en el cuello, que nos cubría el pecho. Así aparecemos un buen grupo, todos nosotros resplandecientes, en la foto tomada el 10 de julio del 1943 en los hermosos jardines de la Embajada Americana, invitados por el Embajador Avra Warren para que escenificáramos allá una velada teatral, ante un nutrido grupo de invitados, agasajándonos a seguidas con una gran fiesta. Entre otros, Erwin Cott, Aquilito Peynado, Ernestín Vitienes, Johnny Pacheco, Willy Mario Sander, Miguel Antonio Guerra, Ique Pichardo, Guillermito Santoni, Ernesto Andrés Mathiss, Silvia Troncoso, Olguita López-Penha...

Luego de haber aprobado el Segundo Curso, Mamá fue informada que me iban a brincar el Tercero y pasarme directamente al Cuarto, ya que los maestros entendían que yo me aburría en las clases. Al terminar el Cuarto, decidieron prepararme el Quinto en las vacaciones, pasé los exámenes, y jadeando entré a Sexto Curso con ocho años y nuevos compañeros, entre otros, Ligia Evangelina Bonetti Guerra, Alma Estela Lluberes Henríquez, Amadita Pittaluga Nivar, Gilbertico Sánchez Lustrino, mi primo hermano Pilón (José Manuel) Pacheco Morales, Inés Silver, mi hermana Mami y otros más. Ya a partir de ese momento, mis compañeros de estudios siempre me habrían de llevar por lo menos un par de años.

Mi novia del momento, Ligia Evangelina. En ese sexto curso floreció el romance, aún cuando nunca estuve seguro de si ella se daría cuenta. Lo cierto es que siempre trataba de sentarme en el mismo banco que ella, y cuando mi brazo derecho lograba rozar aún ligeramente el izquierdo de Ligia, me parecía que estaba en el mismo cielo. En algún momento, ya adultos, tuve la confianza de discutir "seriamente" con Ligia lo sucedido en aquella época, lo cual celebramos alegremente.

Memorable la velada que nos dirigió don Emilio en el Teatro Independencia, a casa llena, en la que presentamos un sainete basado en la historia de Sancho Panza en la Insula de Barataria, y en la que trabajamos todos nosotros. El personaje principal, claro, era Sancho Panza, y me correspondió a mí darle vida, siendo acogida mi actuación con repetidos aplausos, "impecable", de acuerdo con crónicas de la época. Memorable también las presentaciones del Teatro Guiñol en el amplio vestíbulo del Instituto, --que fungía de Salón de Actos--, y que todos los alumnos disfrutábamos enormemente, algo totalmente novedoso en nuestro ambiente aldeano de la época.

En la primavera del Sexto Curso, 1946, se presentó en el Instituto una verdadera tormenta. Nosotros los muchachos no podíamos saber ni nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando, pero el malestar era grande. Y así fue como una tarde desagradabilísima se interrumpieron las clases, y nos fuimos todos al patio a protagonizar una gran batalla campal. De un lado, los que estaban con don Babá Henríquez, propietario del edificio del Instituto, y del otro, los que estábamos con doña Guillermina, nuestra Directora. Aquello fue increíble. Gracias a Dios que el pleito se interrumpió antes que la sangre llegara al río.

Ese verano, entonces, Doña Guillermina hizo reuniones con los padres, y finalmente decidió independizarse, contando con el apoyo de un gran número de ellos, entre otros Papá y Mamá. En septiembre inauguramos el nuevo Instituto-Escuela "Guillermina Medrano de Supervía", instalado en una inmensa casa de bloques y madera en la calle Benito Monción, en lo que hace ya muchos años es el Instituto de Auxilios y Viviendas (Savica).

Ahí empezamos el Séptimo Curso, en un ambiente rodeado de hermosos árboles centenarios, muchos frutales, mucha tierra negra, mucha sombra, mucho fresco, una gran galería, y nuevos compañeritos. Hago amistad con Odette. En algún momento, le pregunto a una de las "grandes" del Bachillerato, amiga mía, que por qué no sabemos el apellido de nuestra nueva amiguita. Y me susurra al oído que lo que sucede es que es hija de Trujillo, y que de eso no se habla, y punto. Santo remedio.

Ahí en el Instituto-Escuela fueron un día a buscarnos a Mami y a mi porque había fallecido nuestro bisabuelo, Enrique Cohén de Marchena, "Papaíque". Era la primera vez que se nos moría un familiar, y un familiar muy cercano y querido, a quien recuerdo de manera muy vívida.

En diciembre de 1946, justo el día de mi cumpleaños, la Secretaría de Educación me permitió tomar el examen de Sexto Curso, toda vez que entré a Séptimo sin haberlo tomado, en vista de que en aquel entonces se requería que el alumno tuviera los diez años cumplidos.

El Instituto-Escuela "Guillermina Medrano de Supervía" no logró superar la prueba de su independencia, y lamentablemente, doña Guillermina emigró hacia los Estados Unidos, cerrando el Instituto. En enero de 1947 entré al Colegio Dominicano de La Salle.

Dulces recuerdos, y el inmenso privilegio de haber recibido una educación primaria tan esmerada, tan especial, tan única, de manos de mentes tan preclaras, en un ambiente en el que se respiraba cultura, educación, respeto.

A todos ellos, nuestro más profundo agradecimiento. Su recuerdo nos acompaña en nuestras oraciones.

martes, 11 de mayo de 2010

UN FOSIL CAPITALEñO

Las palabras que utilizamos para nombrar lugares, los topónimos, son como pequeños grandes fósiles que atesoran entre sus letras una historia de muchos siglos. En su origen los topónimos se utilizaban para denominar a las personas que procedían del lugar. Así se transformaba en un nombre de familia, un apellido, que se heredaba de padres a hijos. Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua española, era natural del pueblo sevillano de Lebrija, en latín Nebrissa Veneria.

Un paso más en el camino de la lengua es el que realizó el topónimo que designa a nuestro Gascue: del nombre de un pequeño enclave en el Reino de Navarra, al norte de España, que cuenta hoy con unos veinticinco vecinos, al apellido del contador real Francisco Gascue y Olaiz, natural de este reino; de aquí a la denominación del ensanche capitaleño. La documentación histórica escrita, manejada por González Tirado en su interesante artículo sobre el tema, manifiesta una tendencia evidente al uso de Gascue. ¿Por qué entonces encontramos el tan abundante Gazcue?

Estos casos de vacilación ortográfica son frecuentes en los nombres de lugares y de personas. Todos podemos recordar apellidos con dobletes similares. Apunto como hipótesis que podríamos estar ante un caso de ultracorrección, que manifiesta una tendencia habitual entre los hablantes a tratar de corregir lo que creemos que decimos incorrectamente, incluso cuando no es así. Si queremos respetar la grafía tradicional, respeto del que tan necesitado está nuestra ciudad, en todos los sentidos, debemos optar por Gascue.


María José Rincón

viernes, 7 de mayo de 2010